viernes, 20 de agosto de 2010

Gatomaquia

Cynthia Breusch

GATOMAQUIA
Para Álvaro y Carmen Mutis este cuento que comenzó siendo carta.

Ya sé por qué, en otros tiempos, el mero atisbo de un gato negro en el camino hacía retroceder al más pintado. Sé también por qué, en el Japón, se les creía capaces de mutarse en mujeres y por qué, en muchos cuentos árabes, los genios se presentan a menudo en forma de gatos. Se engañan, diría yo, son los gatos, más bien, los que se trocan en genios para aparecerse. Porque esos sedosos canallas insumisos son todo lo que de ellos se afirma, más lo que aparentan ser y lo que en realidad son, cosa ésta que nadie logrará averiguar nunca con certeza.

A mí, hasta hace poco, sólo me inspiraban una desconfianza instintiva nacida sin duda del El paraíso de los gatossupersticioso temor que me inspira su facultad de penetrar con los ojos ahí donde la oscuridad ciega mi mirada miope. Me mortificaba también el insaciable onanismo que les hace venir, cuando les da la gana, a restregarse a nuestras piernas para acariciarse a sí mismos con una lasciva incontinencia que, bien mirada, posee todos los agravantes legales de una violación diminuta.

El hecho es que durante mis últimas vacaciones en Puerto Vallarta, en la costa mexicana de Jalisco, mi hijo Bruno, quien por su edad no está al tanto de mis anteriores objeciones, se amistó con un felino famélico de pelambre gris a rayas amarillas que ya había entrevisto yo cazando ratones por los jardines que bordean la playa del lugar, y lo introdujo sin más preámbulo en la cocina de la casa para hacerle beber un poco de leche en una escudilla que mi mujer improvisó para el caso.

Este gato, al que prefiero llamar portuario y no porteño para mantener a prudente distancia ciertas susceptibilidades sudamericanas capaces de encontrar alguna viciosa alegoría en esta crónica, empezó a maullar David Velapidiendo más leche y más comida hasta que mi esposa y yo juzgamos que se le había dado suficiente y decidimos echarlo de la casa.

El felino se marchó de mala gana, a todas luces descontento de lo que debe haber considerado una imperdonable tacañería de los humanos, sólo que minutos más tarde se presentó otro, éste de un negro alquitrán y, pese a no estar invitado, reclamó con minuciosos frotamientos, ronroneos y maullidos el mismo trato que el gato precedente. Al irse vino uno color miel y después, al partir el anterior, otro más, rojizo y manchado de oscuro. Así se fueron turnando, uno tras otro, alrededor de una media docena de gatos a cual más hambriento y exigente.

Hasta aquí el relato no parece relacionarse con las supersticiones del principio. Todo podría reducirse a una suerte de chismografía gatuna en la que el primero avisó al segundo y así sucesivamente hasta que entre todos agotaron nuestras existencias de leche y carne molida. Hubo que proveerse de más, desde luego, porque el episodio se repitió invariable durante los días siguientes: los gatos visitándonos uno a uno, sin jamás presentarse dos al mismo tiempo. Este hecho, tan peculiar de por sí, debió abrirme los ojos a la singularidad del evento pero lo cierto es que, en un principio, no recelé nada anormal.

Una tarde, poco después de la puesta de sol, hora en que los gatos solían iniciar su interminable ronda de visitas, observé por casualidad a uno de ellos introducirse tras un macizo de flores y, casi al instante, vi reaparecer otro de distinto color. Me aproximé a registrar el seto y no pude hallar rastros del primero por más que exploré entre el follaje. Me rasqué la cabeza perplejo. Ni modo que se escurriera mientras yo estaba observando. Se había desvanecido, sin más, ante mis ojos atónitos. Ya sé que de noche todos los gatos son pardos pero éste era el rojizo con manchas oscuras, imposible confundirlo con el gris de rayas amarillas que advertí deslizándose tras las bugamvilias.

Gato tatuadoEsta constatación me llenó la cabeza de dudas. Recordé, consternado, la bien documentada connivencia entre gatos y magos. Se me ocurrió que, después de tantas generaciones de servir como mascotas a nigromantes y hechiceros, bien podían haber aprendido algunos trucos. Una sospecha me cruzó entonces por la mente. Una sospecha que, por lo descabellada, no participé ni a mi mujer ni a mi hijo. Me vino a la memoria que si bien es cierto que en una época los adoraron en Egipto, también es cierto que en otra, posterior, los inventariaron en París. Esa preocupación de los franceses por determinar su exacto número me proporcionó la clave del enigma: ¿cómo es que, a pesar de las constantes visitas vespertinas del clan felino a nuestra casa jamás les habíamos visto juntos?

Gato mundi
Llegué a la conclusión de que estábamos siendo embaucados (literalmente engatusados) por un solo felino insaciable mostrándose a voluntad bajo diferentes aspectos. Por eso cuando Bruno, seducido por los ronroneos de aquel tramposo atigrado, insistió en adoptarlo, yo me opuse temiendo adquirir una voraz tribu de mutantes camuflándose bajo una sola apariencia, o viceversa. Sin embargo, Lorenza, mi esposa, se alió con su deseoso vástago y, a pesar de mis protestas y objeciones, decidieron llevárselo consigo.

Gato ilusionistaPor suerte el gato pareció anticipar sus intenciones, no por afectuosas menos aviesas. Estoy convencido de que prefirió la soleada costa del Pacífico a los duros fríos invernales de la glacial Europa, sobre todo si se puso a considerar la pertinaz lluvia a la intemperie sobre los tejados parisinos. El caso es que desapareció como por ensalmo, sin prevenir a nadie ni dejar pista alguna sobre su posible paradero.

Gato matrioskaLo que no se explican ni mi mujer ni mi hijo, a quienes jamás puse al tanto de mi descubrimiento, es que al irse ese gato ningún otro haya vuelto a poner pata en el hogar a pesar de la mañosa escudilla desbordante de leche que colocaron como señuelo ante la puerta. A Bruno le decepcionó esa falta de fidelidad felina pero a fin de cuentas aprendió algo importante: el hombre propone y el gato dispone. Tendrá que conformarse con el perrazo que ya poseemos en París.

Gato camaleónYo guardé el secreto de aquel gato de Puerto Vallarta, empeñado en vivir sus siete vidas en forma simultánea, alternando sus pelambres de acuerdo con su humor o sus necesidades, hasta el día en que agotará por completo los disfraces con una muerte única. En eso no difiere de los escritores que conozco, capaces todos de llevar, a través de una abigarrada multitud de personajes inventados, una existencia plural y aventurera desde la precaria certidumbre de una sola vida.

Gato pájaroDe vuelta en París, me ocurre a veces acariciar al perro mientras pienso con nostalgia en aquel enigmático felino mexicano. Cada quien tiene los animales que merece, y yo, a pesar de los gatos de Mutis, del mítico Teodoro W. Adorno de Cortázar y del Zorba de Sepúlveda, no estoy descontento de mi perro. El gato, si la memoria no me engaña, fue, junto con la serpiente, el único animal que no se dolió por la muerte de Buda.

Antonio Sarabia París, Abril de 1995

Pinturas: Cynthia Breusch, Remedios Varo, David Vela, Carlos C. Laínez

Fuente: Inventario

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Fascinante relato, esos gatos de Puerto Vallarta si que son mágicos, o al menos el de la historia. Bellas imágenes también.
Excelente post, mil gracias por compartir.
Ro

Cati dijo...

Gracias a ti, Ro, el realismo mágico no sólo existe en la imaginación de los escritores. Saludos.